Fuga mundi: La vida retirada, en el corazón del mundo

 

La vida retirada de los cartujos no significa desprecio de los hombres. Todo lo contrario. Es fruto del amor de Dios. Por lo demás, la vocación contemplativa da a la caridad de los monjes una dimensión universal. Si dejamos a los hombres, fue para mejor unirnos a todos y abrazarlos en la caridad de Cristo; si renunciamos a nosotros mismos, fue para hacernos capaces del amor del Redentor y, con Él y como Él, dedicarnos a la salvación de nuestros hermanos.

Esta vida religiosa es útil también para la sociedad, porque, como dice el Concilio Vaticano II: “Aunque en algunos casos —como es el de los cartujos— no estén directamente presentes ante sus coetáneos, los tienen, sin embargo, presentes de un modo más profundo, en las entrañas de Cristo, y cooperan con ellos espiritualmente para que la edificación de la ciudad terrena se funde siempre en Dios y se dirija a Él, «no sea que trabajen en vano los que la edifican»”.

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A pesar de la clara enseñanza expuesta por el Concilio Vaticano II y por los Papas contemporáneos, hay quienes no terminan de comprenderla. En un mundo tan pragmático, que valora en exceso lo útil, lo rápido y lo cuantitativo, algunos ven con desconfianza el ‘ocio’ de unos hombres aparentemente apartados de los apremiantes afanes del resto de la Iglesia. En realidad, esta forma de ver es fruto de un escaso conocimiento de la realidad espiritual o expresión de una fe débil.

En el fondo de esta cuestión late el viejo dilema acción-contemplación; es decir, si puede afirmarse que es de mayor perfección y, sobre todo, más beneficiosa para el prójimo, una vida empleada en la acción o la dedicada a la contemplación.

Pero si el dilema es viejo, también lo es la solución. Ya San Serapión, uno de los antiguos Padres del Desierto, que pueden considerarse en ciertos aspectos precursores de los cartujos, lo zanjó, como quien corta un nudo gordiano, afirmando que la pregunta está desenfocada, es un falso dilema: “El problema de a qué dedicamos nuestra vida es artificial. El problema real es la dimensión del corazón. Consigue la paz del corazón y una multitud de hombres encontrarán la salvación junto a ti”. En otras palabras, lo único que importa es la pureza del corazón, el crecimiento de la caridad.

Si existen esta pureza de corazón y esta caridad, la actividad contemplativa no sólo es de gran provecho para quien la práctica, sino que es lo más beneficioso que puede hacerse por el prójimo, por la Iglesia. En este sentido, San Juan de la Cruz dice que “es más precioso delante de Dios y del alma un poquito de este puro amor y más provecho hace a la Iglesia, aunque parece que no hace nada, que todas esas obras juntas”. Y antes que él, el autor de La Nube del No-Saber había escrito que la búsqueda de Dios, con un simple y suave movimiento de amor, “enriquece a los hombres, tus semejantes, de modo maravilloso por esta actividad tuya, aunque no sepas bien cómo”.

Si se tiene en cuenta que esa vida silenciosa y de separación del mundo no fue escogida por egoísmo, para vivir aislado y por individualismo, sino por amor de Dios, para mejor buscarlo y unirse a Él, se comprende que sólo pueda ser vivida de un modo humanamente cristiano. Por eso el monje no excluye por completo las relaciones con su propia familia, sino que las mantiene mediante una sensata correspondencia y recibiéndolos en el monasterio unas dos veces al año.

La eficacia apostólica de esa vida oculta la subrayó el Papa Pío XI (+1939) con estas palabras:

“Fácilmente se comprende que contribuyen mucho más al incremento de la Iglesia y a la salvación del género humano los que asiduamente cumplen con su oficio de orar y mortificarse, que los que con sus sudores y fatigas cultivan el campo del Señor; pues si aquellos no atrajesen del Cielo la abundancia de las divinas gracias para regar el campo, más escasos serían ciertamente los frutos de la labor de los operarios evangélicos”